martes, 22 de diciembre de 2009
"Disparando a un Elefante"
El asturiano Alberto Arce recibió en septiembre de 2009 el Premio de Periodismo Mediterráneo Anna Lindh por sus crónicas para El Mundo sobre el asedio israelí de Gaza, en diciembre de 2008. To Shoot An Elephant (2009) es la rama audiovisual de aquellas crónicas, un documental, un reportaje, un relato sobre la más cruel de las estupideces: la guerra. En cada uno de sus planos hay una plegaria desatendida. El único deseo explícito es la paz, y aun así Arce fue acusado de ser “activista pro Hamas” por la embajada de Israel en España.
Por Xavier Cervantes
Publicado el 21 Dec 09
Fuente: blogs&docs
En el ensayo Disparando a un elefante, George Orwell descubría y describía la cara sucia del imperialismo británico en Birmania: “Según la ley, yo había hecho lo correcto, ya que a un elefante loco hay que matarlo como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo”, escribió Orwell. Según esa lógica, la población de Gaza es el elefante loco, la Autoridad Nacional Palestina es el dueño que no consigue dominarlo y el ejército israelí es el que, según la ley, hace lo correcto. Arce no fija la cámara en el “dueño” ni en el que hace “lo correcto”, ni siquiera en quien, desde el bando palestino, también “hace lo correcto”, Hamas. Arce se pega a los conductores de las ambulancias del hospital Al Awda, en el campo de refugiados de Jabalia. ¿Son ellos “el elefante loco”? ¿Lo son los niños muertos que llegan al hospital?
Alberto Arce y Mohammad Rujailah filman sin aparentes restricciones porque parece evidente que se establece un consenso: alguien tiene contar lo que está pasado, no cuántos misiles se lanzan desde cada bando, sino los daños que ocasionan esos misiles en Gaza. ¿Y por qué no en Israel? La pregunta es lógica pero carece de sentido: los medios de comunicación israelíes muestran las secuelas de los misiles lanzados desde Gaza, pero nadie puede hacerlo en Gaza porque la franja está asediada por el ejército israelí, porque durante la llamada “Operación Plomo Fundido” el gobierno israelí prohibió la entrada a la franja. Y también porque informar desde Gaza convierte a los periodistas que lo hacen en “activistas pro Hamas”. Aquel diciembre de 2008 sólo había en Gaza un puñado de voluntarios internacionales de International Solidarity Movement y dos corresponsales de Al Jazeera. Esa era toda la prensa internacional que podía informar desde Gaza.
No es lo mismo ser testigo de algo que contarlo, pero para contarlo hay que ser testigo. To Shoot An Elephant es exactamente eso: el relato de un testigo con una mirada que también se cuestiona hasta dónde puede o debe mirar, incluso cuando los médicos del hospital le permiten filmar los vanos intentos de reanimación de unos niños. La cámara parece titubear, como si en un segundo se dirimiera la conveniencia ética de mostrar la cara de un niño cuando le abandona la vida. Arce ha sido testigo y decide contarlo, mostrarlo. ¿Era necesario? Por supuesto. Claude Lanzmann no podía haber planteado Shoah (1985) tal y como lo hizo, sin mostrar los campos de exterminio, si antes no se hubieran visto las imágenes de Auschwitz. Del mismo modo, Arce debe mostrar la muerte de esos niños en el hospital porque solo su cámara puede trasmitir ese testimonio.
Arce fija el punto de vista entre la necesidad de contar y el estupor ante lo que va a contar y construye un relato a partir de una estructura narrativa alimentada por las convenciones de la causalidad, aferrado un entramado expositivo claro, sin alardes artísticos, sin música, sin alterar la frontalidad de la cámara, sin dejarse arrastrar por la demagogia del plano impactante y sin provocar situaciones, esa práctica tan habitual en el periodismo audiovisual que consiste en infiltrarse en territorio comanche y pagar unos euros a un francotirador para obtener una imagen impactante, aunque eso signifique matar a alguien (es más, mejor si mata a alguien y la cámara lo filma). Arce toma una mínima distancia de seguridad para no intoxicar las imágenes. Por supuesto, interviene en el relato porque es su relato, pero evita siempre que puede los subrayados y los apuntes poéticos. Se baña en realidad porque sólo hay realidad, y en esos casos un movimiento de cámara demasiado autoconsciente puede arruinarlo todo. Arce acierta porque hay demasiado presente para permitir una intervención artística. Cuando lo hace, por ejemplo al filmar a unos niños que sonríen frente a la cámara, la realidad acaba imponiéndose: “¿Qué estás grabando”, le pregunta un niño. Y la cámara enmudece porque el niño no le está censurando; parece que le sorprende que alguien pueda estar interesado en él. En otro momento, mientras filma un entierro durante el cual se oye pero no se ve al oficiante pidiendo a Dios que “maldiga a los perros judíos” y que los haga “desaparecer de la tierra”, Arce nos da tiempo para asimilar la brutalidad de las palabras y el sinsentido de la ley del talión que condiciona las relaciones entre palestinos e israelíes. Poco después, en el mismo entierro, un hombre habla ante la cámara hasta que decide que la cámara deje de filmarle; él sí que le está censurando, él sí que ha abandonado el jardín de la inocencia. Alberto Arce nos está contando todo eso.
Apéndice
El periodismo de guerra revela al mismo tiempo la gloria y la miseria de la profesión periodística. Durante la guerra de secesión norteamericana, las crónicas de las batallas fijaron el modelo de la pirámide invertida para transmitir la información. Respondía a una cuestión tecnológica, porque el envío de los relatos dependía del buen funcionamiento de la red telegráfica, y de aquella precariedad surgió un modelo que aún hoy perdura: acumular lo relevante al principio. Pero en aquellas primeras crónicas modernas ya anidaba la sombra de la propaganda, el oscuro antónimo del periodismo. El empresario periodístico William R. Hearst fue el primero en traspasar la línea conscientemente cuando falseó el accidente del buque de guerra norteamericano Maine para que Estados Unidos se implicara en la guerra de Cuba. La prensa ya era un arma al servicio de los estados. El cuarto poder presumía de independencia, pero no la tenía, sobre todo en tiempos turbulentos. La secuencia que arrancó en Cuba y siguió en la guerra rusojaponesa aún no se ha detenido. Goebbels definió perfectamente “la libertad de prensa”, fue el más obsceno de todos, pero apenas hay diferencia entre las leyes nazis y las que se han seguido en el resto del mundo, sobre todo cuando la prensa se ocupa de un conflicto bélico. Franco, menos refinado que Goebbels, permitió que la prensa portuguesa informara de la masacre de la plaza de toros de Badajoz porque creía que su cruzada era legítima y que por tanto sería bien recibida en los medios extranjeros. No fue así, y desde entonces decidió controlar los relatos periodísticos sobre la Guerra Civil. Cuando Estados Unidos finalmente declaró la guerra al Tercer Reich, incluyó a periodistas entre las tropas, y también a cineastas como Frank Capra y John Ford, muchas veces incrustados en la vanguardia de los ejércitos. Es decir, sólo podían escribir (y filmar) sobre un bando. Un periodista no podía atravesar el frente para contrastar información, un periodista no podía ser periodista porque ni siquiera podía acercarse a la utopía de la objetividad. Pero durante la Segunda Guerra Mundial el periodismo aprendió lo que la literatura y el cine ya sabían desde la Primera Guerra Mundial: podía explicar la guerra para crear la paz. Cuando los operadores de cámara soviéticos y norteamericanos filmaron los campos de exterminio, el mundo entendió que se había llegado a la última frontera del horror (o eso parecía). El periodismo salió reforzado porque dejó de creer en la objetividad, pero empezó a creer en el poder de sus relatos para influir en la opinión pública. Y así se llegó a Vietnam: en 1968 la prensa norteamericana relató la Ofensiva del Tet, un fracaso militar del Viet Cong que causó importantes bajas en las tropas estadounidenses. La televisión mostró los cadáveres de los soldados norteamericanos. Fue el principio del fin de la guerra, y también el fin de la inocencia: nunca más la prensa tendría libertad para informar sobre una guerra en la que estuviera implicado Estados Unidos. En adelante, cuanto más poderoso fuera el estado, menos margen de maniobra tendría la prensa. En adelante, sólo la ficción literaria o cinematográfica podría informar sobre una guerra. En adelante, el periodista sólo tendría dos opciones: ser sospechoso de colaborar con el poder o ser sospechoso de atentar contra ese mismo poder. En el camino, el periodismo ha perdido credibilidad. Por eso mismo, y aunque parezca una contradicción, hoy más que nunca es necesario conocer los relatos de los periodistas en zonas de guerra. Hoy más que nunca necesitamos que alguien cuente. Como dice Alberto Arce, haz que se enteren.
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